sábado, 31 de diciembre de 2011

Miseria y gloria de un romano (y 4)

 (Lagunas Pontinas)

El político reconocido en que se había convertido nuestro romano legisló en relación al derecho de elección en los comicios, de manera que, excepto para los cónsules, los demás cargos los elegiría el pueblo y él mismo por mitades. Eso sí, el voto era inducido por el que se había convertido en dictador, haciendo llegar a todas las tribus unas tablillas en las que indicaba qué candidatos eran los que debían ser votados. Restringió el poder judicial a dos clases de jueces, senadores y caballeros, y suprimió los tribunos que formaban la tercera jurisdicción. Redujo el número de las personas a quienes el Estado suministraba trigo frumentariamente. Decidió enviar colonos a las diversas tierras conquistadas; a los ganaderos les obligó a tener entre sus empleados a menos de la tercera parte de hombres libres en edad de pubertad; concedió el derecho de ciudadanos a cuantos practicaban la medicina en Roma o se dedicaban a las artes liberales, con lo que estas profesiones se prestigiaron. Combatió la usura, eliminó los gremios excepto los que existían desde los primeros tiempos de Roma. Aumentó la penalidad por los crímenes, ya que eran los ricos los que más incurrían en estos delitos: antes pagaban con el destierro sin perder su patrimonio; ahora, los parricidas, sufrían la confiscación completa, mientras que los demás criminales eran expropiados de la mitad de sus bienes (según informa Cicerón).

A los que habían cometido concusión (exacción ilegal) les privó del orden senatorial, y practicó el proteccionismo una vez que Roma recibía suficientes mercancías de las colonias y los itálicos veían como los comerciantes instalados en ellas invadían la península con productos más baratos que los de la propia Italia, encargando de esta vigilancia a los lictores. 

Proyectó (solo proyectó) el embellecimiento de Roma, cuya labor le correspondería a su sucesor: creación de bibliotecas; secar las lagunas Pontinas, al sureste de Roma; proyectó guerrear contra los pueblos de oriente (los "Dacos que se habían desparramado por el Ponto y la Tracia; en seguida llevar la guerra a los Parthos, pasando por la Armenia menor..."). Proyectó abrir las aguas del lago Fucino, construir un camino desde el Adriático hasta el Tíber a través de los Apeninos, abrir el istmo de Corinto...

Nuestro hombre padeció enfermedades ya en su madurez: desmayos y "terrores nocturnos que le turbaban el sueño" (no sabemos si como consecuencia de una vida dedicada al terror, a la rapiña y a la ambición). También padeció epilepsia, cuyos ataques debían hacerle fantasmal llevando la lacticlavia, como era su costumbre, poco ceñida en la cintura. Al comienzo de su vida fue modesto, pero pronto gustó de la riqueza desmedida, que empeñó en alcanzar el poder a cualquier precio (nunca mejor dicha esta frase). Tuvo una casa de campo que luego destruyó, sin que ningún autor antiguo nos aclare la causa. (A la izquierda, busto de Cicerón).

"Pagaba a precios exorbitantes los esclavos bellos y diestros, y... prohibía anotar estos gastos: tanto le avergonzaban a él mismo". A partir de este asunto recibió insultos durante toda su vida, ya en su presencia por sus iguales o a hurtadillas por quienes temían represalias. Su íntimo trato con Nicomedes (rey de Bithinia) le acompañó toda su vida en la mente y en la boca de detractores y amigos. Curión le llamó "prostituta bithiniana"; Bíbulo le llamó "reina de Bithinia"; Memmio le acusó de haber servido a la mesa a Nicomedes con los eunucos de este rey. Pero está comprobado que gustó de las mujeres hasta el punto de que Suetonio dice "muy dado a la incontinencia y espléndido para conseguir estos placeres, habiendo corrompido considerable número de mujeres de elevado rango", algunas de ellas casadas. Alguien le llamó "nuevo Egistho" acusándole de amores incestuosos. Amó con verdadera pasión, según parece, a la madre de Bruto, Servilia, a la que benefició en cierto negocio muy lucrativo, lo que hizo decir sarcásticamente a Cicerón: "para que comprendais bien la venta, se ha deducido la Tercia", aludiendo a que se decía que Servilia favorecía el comercio de su hija Tercia con nuestro protagonista. 

En cuestión de mujeres "no respetó más en las provincias de su mando el lecho conyugal". También amó a reinas, como Eunoé, esposa de Bagud, rey de Mauritania; pero más todavía a Cleopatra, con quien quiso llegar a Etiopía, lo que no consiguió porque su ejército se negó a seguirle (nuestro hombre estaba demasiado entretenido con la reina de Egipto como para tomarse represalias). Curión dice que fue tan notoria la infamia de sus adulterios que en un discurso dijo este personaje refiriéndose al nuestro: "marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos". 

En cambio era austero en el beber y en el comer, dedicando su tiempo, durante la mayor parte de su vida, al pillaje, a amasar dinero, a robar en Lusitania y Galia, a cometer sacrilegios y rapiñas. "Vendió alianzas y reinos" -dice Suetonio- poniendo el ejemplo de Ptolomeo en Egipto. Tuvo virtudes nuestro hombre, al igual que destrezas: Cicerón habla de él como un gran orador, como un gran prosista (nos ha dejado "La guerra de las Galias") y no podemos disfrutar de otras obras suyas porque Augusto "prohibió la publicación de estos escritos en una carta, tan corta como sencilla, dirigida a Pompeyo Macer, a quien tenía encargado el cuidado de sus bibliotecas". Tuvo gran pericia militar y se dicen de él muchas cosas poco creíbles, como que se emboscaba entre los enemigos disfrazado, que pasaba a nado los ríos por la noche "sobre odres henchidos" o a nado...

Sus creencias religiosas no le frenaron ante la ambición de poder; no hizo caso a los adivinos cuando se trataba de una decisión de guerra que había tomado. Sus victorias militares se cuentan a cientos, practicando el terror sin límite, pero en cierta ocasión, cuando creía encontrarse en la cumbre de su gloria, unos cuantos conspiradores se abalanzaron sobre él y le dieron muerte, protagonizando este hecho Casio y Bruto. Por las calles de Roma, por la península itálica, por las provincias, entre las legiones y la muchedumbre corrió la noticia: ¡César ha muerto, César ha muerto! Pero no se ocultó el sol por ello, no se hicieron las tinieblas, no se desataron los elementos, no asoló a Roma un cúmulo de plagas... La vida siguió como si tal cosa: los campesinos con sus gallinas y sus espárragos, los comerciantes vendiendo y comprando, las mujeres cuidando a sus hijos o prostituyéndose, los hombres traicionando o practicando la virtud. Aquel mozuelo había muerto a una edad mediana, a los cincuenta y seis años, muchos si se tienen en cuenta los peligros que corrió y las ambiciones que obtuvo. (Arriba, muerte de César en una estampa anónima).

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