lunes, 1 de abril de 2013

El "Solitario de Alicante"


La obra colectiva "Historia de la propiedad en España. Siglos XV-XX" tiene un interés extraordinario, pues además de abordar las diversas concepciones que sobre la propiedad ha habido, por fuerza se estudian otros aspectos de la historia económica y social. El capítulo de la propiedad eclesiástica en el Antiguo Régimen es objeto de estudio por Maximiliano Barrio, experimentado en estas materias como en la historia eclesiástica. El presente artículo está basado en la obra de este autor y en la edición de 1813 del canónigo Bernabeu.

Empieza diciendo Barrio que el concepto de propiedad no estaba claro en el Antiguo Régimen, pues era "un agregado de distintos derechos parciales" que, en el siglo XVIII, se va simplificando hasta que un mismo bien pasa a tener dos dominios: el directo, cuyo titular tiene derecho a la percepción de una renta, y el útil, cuyo titular tiene derecho a usufructuarlo. En realidad una suerte de enfiteusis que, ya en la antigua Grecia, suponía la cesión temporal de un bien a cambio de un canon; con el tiempo la cesión tuvo carácter perpetuo.

La Iglesia, a lo largo de los siglos, se había hecho "dueña" de hospitales, hospicios, montes de piedad, casas de misericordia, hornos, molinos, tierras... muchas de cuyas rentas (en los primeros casos citados) eran destinadas al auxilio de personas pobres en su mayoría. Aunque no está claro a que extremo llegó la propiedad de la Iglesia en España, lo cierto es que fue mucho el patrimonio acumulado: Barrio indica que quizá el 15 por ciento de todos los bienes patrimoniales, lo que es mucho teniendo en cuenta que el clero representaba, durante el Antiguo Régimen, el 1,5 por ciento de la población del país. También conviene señalar que cuando hablamos de Iglesia nos referimos a la institución, no al conjunto de fieles que la forman. 

Arbitristas e ilustrados, desde la segunda mitad del siglo XVI hasta el siglo XVIII, debaten incesantemente sobre estos asuntos y sobre la necesidad de que se obtenga el máximo rendimiento de los bienes eclesiásticos, particularmente la tierra, si se quiere la prosperidad del país. De finales del siglo XVIII es una obra de Ros sobre las rentas de la Iglesia a lo largo de la historia; también Sempere y Guarinos publicó en 1822 una "Historia de las rentas eclesiásticas...", y antes el canónigo valenciano Bernabeu, conocido como el "Solitario de Alicante" (en relación al derecho que las naciones tienen sobre los bienes eclesiásticos, 1813). Soplaban nuevos tiempos pues la Constitución de Cádiz acababa de ser aprobada, aunque tuviese una vida efímera.

Los citados y otros como Martínez Marina y Canga Argüelles se basaban en la razón para exponer sus argumentos, dejando atrás pretendidos derechos procedentes de la divinidad. Bien sabían que una cosa era aceptar el origen divino de la Iglesia y otra el de sus propiedades, acumuladas a lo largo de los siglos, "arrancadas por el despotismo, por la seducción, por la ignorancia y por la falta de piedad" (Martínez Marina). El objetivo era moderar la riqueza del clero en beneficio de la agricultura, preocupación de los fisiócratas ilustrados y luego de ciertos liberales; poner en circulación los bienes que estaban vinculados a la Iglesia o a la nobleza, en este último caso mediante la institución del mayorazgo. Sabían que sustraer al comercio, es decir, a la plena propiedad, la gran masa de bienes que estaba en manos del clero, era perjudicial para la economía, pues dichos bienes eran explotados de forma arcaica y sin medios, sin la capitalización necesaria y que solo es posible si dichos bienes caen en manos de quienes les puedan sacar el máximo rendimiento. 
 
Catedral de Alicante
También hubo opositores a que se tocase el patrimonio de la Iglesia, como Rafael de Vélez (que llegó a ser arzobispo de Compostela), Francisco Alvarado, conocido como el "Filósofo Rancio", Pedro Iguanzo, que sería nombrado arzobispo de Toledo (allí pudo, como Vélez en Comostela, disfrutar de ricas y copiosas rentas) y Jaime Balmes, que llegó a decir que "la propiedad no se amortiza ni se desamortiza, ni se acumula ni se divide, porque la avaricia de los monjes y el fanatismo de los pueblos se empeñen en ello, sino por otra razón de mucho más alcance" (el subrayado es mío). En sus "Observaciones sobre los bienes del clero" no entra en consideraciones económicas, tan solo en la defensa de la tradición y los intereses materiales de la Iglesia. Conocía ya Balmes la obra de ilustrados como Campomanes y Jovellanos, así como la gran desamortización llevada a cabo por los ministros Mendizábal y Espartero. A combatirles dedicó sus afanes.

En medio de todo esto se encuentra el relativamente temprano esfuerzo del "Solitario de Alicante", un canónigo que no tuvo inconveniente en reconocer que los abusos de la Iglesia no contribuían ni a su santificación ni a la riqueza de los pueblos, esos mismos pueblos cuya razón última era la existencia de la Iglesia. El canónigo Bernabeu apunta en el capítulo primero de su obra (1) que la Iglesia, en sus tres primeros siglos de existencia, vivió pobremente y al servicio de los fieles, sin ánimo de poder ni de lucro. Ya en el primer siglo de nuestra era (cita al evangelista Lucas) las ayudas de los fieles eran suficientes para mantener a los sacerdotes, pero mientras estas fueron disminuyendo con el tiempo (una sociedad mayoritariamente cristiana no está necesitada de dar ejemplo como en los primeros siglos) los bienes raíces de la Iglesia fueron aumentando. Ello llevó a la Iglesia -sigue diciendo el canónigo- a perdonar a los fieles sus pecados a cambio de pagos más o menos cuantiosos. "Sería interminable si hubiera de referir todas las usurpaciones de la Corte de Roma sobre los bienes de la Iglesia sin hablar de los de otras especies". Y aunque dice que la Iglesia ha condenado en muchos concilios tan injustas y escandalosas usurpaciones, no se ha evitado que continuase la "ilegitimidad de esta operación mercantil y la deformidad que tiene con el derecho natural". 

Continúa señalando luego que todos estos desórdenes se han prolongado a lo largo de los siglos; "la prepotencia del clero" hizo que en ocasiones se prestase a entregar a prínciples imbéciles el poder político haciéndoles creer que dicho poder provenía del cielo. Toda la obra, reeditada en Burdeos en 1819, es una posición encarnizada de la necesidad que tienen los pueblos, los Estados, de recuperar aquello que era de ellos antes de que la Iglesia se adueñase de tantas propiedades que, a la altura de los primeros años del siglo XIX, son un estorbo para el progreso económico, la razón y la justicia. "Así lo siente un solitario católico que, en todo, en todo tiene la gloria de someter su juicio al de la Santa Madre Iglesia". Con esta última frase fue prudente el canónigo "solitario", pues bien sabía que podrían venir situaciones diversas (como así fue) en orden al régimen político imperante. 

El "Anacoreta del Moncayo" (la elección del apodo es clara respuesta al "Solitario de Alicante") salió al paso de la obra del canónigo Bernabeu, intentando rebatir sus ideas, defendiendo las propiedades eclesiásticas y escondiéndose bajo las siglas D.D.M.C, "individuo del clero español", en el mismo año 1813. El "Anacoreta" califica de impío, cismático, herético y jansenista al canónigo Bernabeu, sabido es que por jansenista se entendía, en la época, todo aquel que mostraba el más mínimo desacuerdo con la ortodoxia, por muy irracional que esta fuese. La "sociedad perfecta", para el "Anacoreta", es la vigente en el Antiguo Régimen, repudiando "la mezcla monstruosa de ambas potestades", la civil y la eclesiástica. 

Con furibundos como Vélez, Balmes, el "Filósofo Rancio", Iguanzo o el "Anacoreta del Moncayo", además de con la política represiva de los dos períodos absolutistas de Fernando VII, la obra del canónigo Bernabeu se agranda aún más.
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(1) "Juicio histórico canónico político de la autoridad de las naciones en los bienes eclesiásticos...", Alicante, 1813.

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